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Bifar
l áspid se muere, le queda poco
tiempo de vida, la fuerza con la que
se mantuvo durante siglos enrosca-
do en el cáliz para dar vida a una
simbología ancestral y evocadora se pierde.
Esa simbología se correspondía con una pro-
fesión sabia, requerida y confortadora por
parte de la sociedad que daba crédito a su
conocimiento confiando en sus artes ante la
adversidad y la enfermedad. Ahora el áspid
también está enfermo y los remedios y curas
que tanto proporcionó, no le valen a sí mis-
mo. Una enfermedad incurable y probable-
mente terminal se ha infiltrado en sus resba-
ladizos músculos, en su cerebro y en su áni-
mo. La atmósfera limpia y saludable que
aportaba el oxígeno que le mantenía con
vida, se ha contaminado, se ha enrarecido
con ese gas letal que hace perder toda espe-
ranza.
Nuestro oficio se mustia, nuestro ajuar rico
y preciso con el que aprendimos, practica-
mos y después manejamos para dar cuerpo
a nuestros conocimientos en aras de la recu-
peración de la salud de nuestros semejantes,
se descompone invadido por la herrumbre.
¿Por qué?
Hace ya tiempo que la sociedad en pro de
una justificación de errores, se aboga por
creerse las doctrinas que se autoimpone, o
le infiltran, en términos económicos como la
competitividad, el cambio de costumbres, la
demanda social…Todo aceptable, correcto.
En todos los sectores ha ocurrido lo mismo,
¿alguien compra una prenda de vestir o un
calzado por Internet sin probárselo, o sin
ver cómo está confeccionado, o el acaba-
do? Parece que sí. El mercado de Internet
no para de crecer, los campos se extienden
a la alimentación, al mobiliario… Cualquier
producto de consumo se adquiere en un
portal dado y en poco tiempo te lo envían
a casa. ¿Cuál es el truco? El precio. Única y
exclusivamente el precio. Ya no vale (o pare-
ce que no vale) el que un público cada vez
más joven valore en mayor o menor medida
la calidad de un producto. Sólo que es más
barato. Punto.
Aún hay establecimientos arriesgados, que
se crean y se atreven a mostrar sus produc-
tos físicamente para que ese público entre,
vea y palpe con sus dedos, vea con sus ojos
y huela con su nariz eso que tanto le atrae
a cambio de esperar que lo compre para
vivir, amortizar con su margen de beneficio
un local, gastos, empleados, impuestos, etc.
Pero ¡ay! El cliente no lo compra y si se des-
cuidan los vendedores, hacen traidoramen-
te una foto con el teléfono móvil para finali-
zar con un “gracias, me lo voy a pensar…”
No. Lo que piensa es llegar después con la
solitaria compañía del ordenador casero y
conectarse a algún buscador que le ofrece-
rá ese producto tan deseado con esa refe-
rencia, el mismo que ya tuvo en sus manos,
a precios infinitamente más bajos que esa
carera tienda de la esquina. Perfecto, son
los tiempos. ¿Qué ocurre con la farmacia?
Pues se puede simplificar en algo senci-
llo. Un lugar donde se proporcionan medi-
camentos regulados y regularizados por
la administración, con precios inamovibles
(hasta que esa administración decide bajar-
los por su propia cuenta) y donde además
se venden otros productos para la salud y la
higiene (o no tan saludables) y cuyo precio
hizo creer en un principio, en la seriedad y
confianza ante un público que diferenciaba
claramente la Oficina de Farmacia, de otras
tiendas y donde inexplicablemente ese cam-
bio se produjo y en cada farmacia un mismo
producto de ese grupo comenzó a aparecer
con diferentes precios. Esa seriedad se fue
al garete cuando la libertad de precios inexo-
rable con la moderna sociedad, se convir-
tió en libertinaje y comenzó la batalla de los
precios. Ojo, entre la misma profesión, entre
nosotros mismos, a ver quién los ponía más
bajos, eso sí, el vecino más próximo, a 250
metros. Las razones que se han esgrimido
siempre han sido las mismas, una suerte de
pescadilla que se muerde la cola. Como la
administración nos baja los precios, hemos
de vender más productos libres y compen-
sar esa pérdida de beneficios. La adminis-
tración opina que si podemos seguir tirando
a base de convertir las farmacias en baza-
res y perfumerías, los medicamentos pue-
den bajar más. El colmo de la ridiculez por
parte de esta profesión es que además, nos
peleamos marcando aún más bajo el precio
de todo lo que se supone que iba a salvar
nuestra economía.
Las nuevas generaciones, esas que recogen
el trabajo y el esfuerzo de quienes fundaron
o mantuvieron una Oficina de Farmacia, ver-
dadera obra de arte y ciencia donde se cul-
tivaba la razón de ser de este viejo oficio,
parece que saben más que nadie, que des-
cubren ahora el verdadero gen del éxito. Todo
consiste en seguir peleándonos a muerte. Al
vecino, ni agua. Antes se prestaban medi-
camentos entre farmacias vecinas si alguno
agotaba el stock hasta nuevos repartos. Aho-
ra se le espía para bajar aún más que él los
precios de las baratijas que se exponen en
los escaparates.
Todo esto trae consigo nuevas bajadas de
beneficios ¿solución? La nueva ocurrencia,
abrir más horas. Como 8 horas no son sufi-
cientes para obtener beneficio de tan ínfimos
márgenes, hay que abrir 12 o 24 horas y suplir
pérdidas. Curioso es cómo se aduce una
demanda de la sociedad. No voy a entrar a
justificar ni criticar ya semejante medida pues
lo he hecho en multitud de ocasiones ante-
riores y ya es luchar contra las sombras de
los molinos. Estas nuevas generaciones de
genios, no saben que todo eso es inútil, que
no servirá de nada, ni bajar precios hasta el
casi “dumping” ni abrir más horas que tiene
el día y la noche. Que no. Que este oficio tie-
ne los días contados hasta que las grandes
empresas de venta por la red caigan sobre
nosotros, ya lo están haciendo, como mara-
búes a depredar hasta el último hueso.
Los medicamentos. ¡Qué pasa con los medi-
camentos! Pues que lo que fue nuestra razón
de ser y que no hemos sabido defender cuan-
do era y no nos engañemos, sigue siendo
nuestra principal fuente de beneficios y de lo
que se puede seguir viviendo, deje de ser un
producto de precio fijo, razonable, blindado
a descuentos (salvo desalmados que ya lo
utilizan como medida de captación de clien-
tes de otros compañeros) y acabe también
en manos de esos gigantes que lo enviarán
a casa al mejor precio. Y con un DRON que
lo depositará en nuestras terrazas en pocos
minutos cual regalo de los Reyes Magos.
Se necesita tener poca imaginación y esa
poca, tan calenturienta para no verlo.
Hala chavales, a romperos la cabeza elu-
cubrando cómo cargarse aún más vuestra
profesión. Las antiguallas pasaron, los botes
de farmacia ya no sirven ni de adorno, son
sustituidos por pantallas OLED con textos
de “oferta” aquí mejor precio que “farma-fu-
lanez”… Así nos va.
El áspid ha muerto, ha respirado aire tóxi-
co que desprendía un cáliz lleno de pócimas
que han sido contaminadas poco a poco.
Son los tiempos, de acuerdo, pero tened cui-
dado porque esos tóxicos vapores inundarán
también vuestra denostada Oficina hasta que
tengáis que salir a la calle a respirar. Enton-
ces ellos se instalarán dentro y ya no podréis
entrar más. Al tiempo.
l
gora
A
La muerte del Áspid
Bernardo Juan Sánchez Gálvez
.
Farmacéutico comunitario.